13 de diciembre de 2011

Jorge Espina - Derrotas

 DERROTAS



      -    Ya viene el puto viejo de los cojones a dar por el culo.

Son las siete de la mañana. Estoy limpiando la piscina del hotel. Aspirando la suciedad que durante la noche se ha ido posando en el fondo. Apenas he empezado cuando algunos clientes se acercan a las pilas de hamacas y tras colocar las que necesitan en su lugar preferido, las reservan posando sobre ellas sus toallas.  Después, regresan con ojos somnolientos  a sus habitaciones, como si fuesen zombis en  un film de terror serie b.

Lo he visto venir de lejos,  en cuanto le eché el ojo encima ya supuse que vendría a tocarme los huevos. Estos viejos del carajo siempre  se acercan gimoteando y tratando de darte pena, pero lo que es conmigo lo tienen claro.

       -     ¿Qué hay abuelo?

El viejo comienza a hablarme en inglés mientras hace gestos con las manos. Le contesto:
-      I don`t speak  English abuelo, go to reception please.

La puta momia de los demonios me mira en silencio con una extraña sonrisa, mezcla de tristeza, cansancio y esperanza.  Estira los dos brazos hacia delante y me muestra sus manos. Manos que tiemblan como helechos azotados por el viento. Manos llenas de arrugas, con los dedos deformados por la artritis, surcadas por venas prominentes, cánulas de plástico bajo la piel. Unas manos morenas que me resultan familiares. Las manos de un hombre de campo.

       -      All right abuelo, you win.

Apoyo sobre el borde de la piscina la pértiga de aluminio con la que hace un instante  movía el carro del aspirador y sigo al viejo hasta la sombrilla, la sombrilla que él es incapaz de abrir y que yo suponía atascada. Abro la sombrilla con la misma facilidad con la que abriría un paraguas, de lo que deduzco que el viejo chocho debe de estar con un pie aquí y otro allá.

El muy carcamal se queda mirando la placa de identificación que cuelga de mi camisa.

      -      Grasiass John, muy grasias.

      -   Se dice gracias, - le contesto de mala manera- y mi nombre es Juan y no                                              John.

Muevo lentamente la pértiga con la mirada perdida en el fondo de la piscina. Sigo viendo esas manos, como si en ellas se ocultase un secreto labrado en la piel por la erosión del tiempo.

De vez en cuado observo al viejo con disimulo. Hace rato que está intentando levantar una hamaca. Si no tenía fuerzas para abrir la sombrilla, mal va a levantar una tumbona mucho más pesada, ni siquiera es capaz de elevarla unos centímetros.

      -      Hey Grandpa, ¿que no ves que te vas a herniar?
   
      -      Grasias mucha grasia.
      -      Tú si que tienes grasia cabrón.

Levanto la tumbona y la coloco debajo de la sombrilla que hace  tan solo un instante he abierto.

Me voy de nuevo a la piscina con la esperanza de que me dejen trabajar de una puta vez.
Por el rabillo del ojo veo que el viejo coloca una toalla sobre la hamaca .

Mieeeeeeerda, no me había dado cuenta de que traía dos. El viejo vuelve a acercarse a la pila de tumbonas con la otra toalla colgando de los hombros, otra vez la misma historia.

      -      Tranquilo fiera, que yo te ayudo, aunque me hagas perder toda la maldita mañana.

     -      Grasias muy…

     -      ¡Gracias, coño, se dice gracias, muchas gracias, gracias por su ayuda, gracias por su atención, es usted muy amable, gracias por ser un pringao! Si no le importa me vuelvo a mi trabajo que es limpiar la piscina y no cuidar de viejos colgaos  que no van a comer el turrón este año.

El viejo me mira durante unos segundos con ojos que reflejan sorpresa, después, su mirada vuelve a ser la misma de antes: tristeza, cansancio, postración.

Se sienta en una de las hamacas, inclina el cuerpo hacia delante, enciende un cigarrillo y expulsa el humo lentamente por la nariz.

Lo observo mientras hago mi trabajo, lleva unas típicas zapatillas a cuadros, de las de andar por casa de toda la vida, un viejo pantalón de corduroy marrón, una camisa de manga larga y una cazadora con la cremallera subida hasta el cuello. Estamos a 28 grados de temperatura.

Lo que quita el frío, quita el calor, solía decir mi abuelo. Mi abuelo se pasaba el día fumando mientras hacía las labores del campo. Si mi abuelo viviera tendría aproximadamente su misma edad, su misma piel, sus mismas manos.
Sólo la tierra tiene razón, diría. El abuelo luchó en una guerra. La tierra nunca se equivoca, diría. Al terminar la guerra pasó más de dos años escondido bajo un pesebre. La tierra siempre dice la verdad diría. En una cuadra, con las bestias. A veces, por las noches, se abrazaba a un ternero para sentir su calor y espantar la soledad.

Resistir, resistir el frío  invierno, imaginando que afuera, la nieve hace sentir a la tierra el mismo dolor en sus raíces, en sus extremidades. Resistir la humedad, el hambre y sobre todo, resistirse al fracaso y la derrota que van pegándose a la piel como el olor del establo, un olor que llena también el paladar, un olor-sabor a bestia, un sabor-olor animal.
Quizás el viejo también luchó en alguna guerra, es posible que combatiera por la libertad de su pueblo. Por su edad, incluso pudo luchar en las brigadas internacionales, quién sabe si codo con codo con mi abuelo.

Me empieza a caer bien el puto viejo, no es tan arrogante como sus compatriotas, de hecho, cuando lo veo en el bar, entre sus paisanos, es el único que desentona, todos beben lo mismo y mientras toman el sol en las tumbonas parecen doradas expuestas en el mostrador de una pescadería, todos iguales, como si hubiesen sido criados en granjas marinas, como lubinas de acuicultura.

Dos años sepultado en vida, alimentándose por las noches con pan de maíz, escuchando todos los días a sus hijos y sobrinos cantar el Cara al sol en el recreo, en la vieja y pequeña escuela, a escasos veinte metros de la cuadra.

Entregarse después de dos años de sepultura, flaco, famélico, enfermo, cansado de mascar barro, estiércol  y heno. Los buenos informes de vecinos que lucharon por un Dios que murió en la contienda, por una España “una”, “grande”, “libre”. La oferta del perdón total si se afiliaba a la Falange, los tres años en campos de concentración por negarse, y el regreso a esa tierra que siempre tiene razón, el regreso a la lógica de las lechugas y las patatas.

Pasan los días y poco a poco el viejo inglés parece ayudarme a recuperar mi humanidad.
La humanidad perdida cuando comenzó la sensación de fracaso,  el sentimiento de derrota de quien ha perdido su guerra con la vida.

Es sábado, la mayoría de los clientes han agotado la pequeña tregua con su miserable existencia y amontonados en recepción esperan junto a sus maletas a que llegue el autobús.  Veo al viejo junto a la puerta, apunto de salir ya a la calle. Me despido de él levantando la voz por encima de todo aquel maldito gallinero inglés: - Bye, bye grandad, muy grasia, have a nice trip! El viejo sonríe y levanta su brazo izquierdo con el puño cerrado en alto, yo imito su gesto, hasta que él extiende su dedo corazón y exclama, apunto de desaparecer ya de mi vida:
   
-      Fuck you John! fuck  you a thousand times.





Viscerales- Antología de relatos-
Ediciones del viento

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